Las familias saludables son aquellas familias que presentan vínculos afectivos sanos y gratificantes entre sus miembros, que promueven las emociones positivas (alegría, curiosidad) y atienden y aceptan las negativas (miedo, tristeza, ira…), permitiendo el desarrollo de todos sus miembros y cubriendo sus necesidades físicas y afectivas. La pandemia de COVID-19 ha supuesto un importante deterioro psicosocial de las familias, repercutiendo negativamente en la salud mental de las madres y los padres, así como de sus hijos e hijas en la infancia y la adolescencia. En las últimas décadas, la práctica de los programas basados en Mindfulness se han ido perfilando como intervenciones muy coste-efectivas y de alta eficacia para la promoción del bienestar emocional. La práctica de Mindfulness en el seno de las relaciones familiares podría favorecer la regulación emocional y, por lo tanto, el bienestar maternal y paternal (especialmente sensible en la etapa perinatal, sobre todo para las mujeres que gestan, paren y lactan), así como una mejor salud psíquica y emocional de las y los menores de edad. En este trabajo, se realiza una revisión acerca de sus potenciales beneficios en las familias, como posible medida de prevención y promoción de la salud mental a nivel poblacional.
Palabras clave: Mindfulness, familia, embarazo, puerperio, adolescencia, pandemia.
Healthy families are those that have healthy and gratifying family ties and foster positive emotions such as happiness and curiosity, as well as accept negative ones such as fear sorrow and anger. Therefore these families allow the development of all their members and meet their physical and emotional needs. The COVID-19 pandemic has led to a significant psychosocial deterioration of families and has had a negative impact on the mental health of mothers, fathers and infant and adolescent sons and daughters. In the past few decades, the implementation of Mindfulness-based programmes has been presented as highly cost-effective and efficient interventions to promote emotional well-being. Practice of Mindfulness within family relationships, particularly during the perinatal stage, could encourage emotional regulation and thus improve the well-being of fathers and especially mothers who go through gestation, delivery and breastfeeding. Moreover, it would also improve the mental and emotional health of the underage family members. This paper is a review about the potential beneficial effects on families of Mindfulness based practices as a population-level prevention and mental health promotion tool.
Keywords: Mindfulness, family, pregnancy, puerperium, adolescence, pandemic.
Según la definición de la Real Academia Española, familia, en su primera acepción, es el “grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas” (RAE, 2001) (1). Sin embargo, basta remitirse a la experiencia individual para constatar que los significados del concepto “familia” son mucho más complejos. La familia es el escenario donde el ser humano se cría, crece, se desarrolla y se educa. A pesar de los cambios sociales acontecidos en las últimas décadas en los países occidentales, y de la emergencia de una amplia diversidad en la estructura y la composición de los núcleos familiares, la familia, como grupo de apoyo primario, sigue constituyéndose como la unidad básica sobre la que se asienta nuestra sociedad.
Sluzki define a la familia como “un conjunto de miembros en interacción, los cuales están organizados de manera estable y estrecha, en función de necesidades básicas y que tienen una historia y un código propios que le otorgan singularidad. La familia es un sistema cuya cualidad emergente excede la suma de las individualidades que lo constituyen” (Sluzki, C. 2011) (2). Existe una reciprocidad directa entre una sociedad y sus familias, de tal manera que ayudar a las familias supone, de manera ineludible, ayudar a su sociedad, mientras que la aplicación sistemática de políticas que ignoran las realidades familiares implica desatender la red fundamental de apoyo de sus ciudadanas y ciudadanos.
El terapeuta familiar Minuchin estudió a fondo los procesos familiares, sus estructuras y pautas de interacción, así como sus cambios a lo largo del tiempo, estableciendo las pautas fundamentales de la Terapia Familiar, tal y como la entendemos hoy día (Minuchin, S. 1988) (3). Dicho autor describió las dos funciones fundamentales que tendría la familia para el ser humano. La primera función es la protección biológica, psicológica y social de sus componentes. Esta función se realiza a través de desarrollar un sentimiento de “identidad” en cada miembro, sintiéndose éste perteneciente al grupo familiar, pero facilitando la familia, a su vez, la individuación autónoma. La segunda función que desempeñaría la familia se refiere a su papel como transmisora de la cultura y los valores de la sociedad a la que pertenece. Es precisamente esta función como receptora, conservadora y transmisora del ideario social, la que ha hecho de la familia el objeto de ataques de los principales movimientos contraculturales surgidos a lo largo del siglo XX.
El modelo sistémico familiar parte de la premisa de que toda persona está inserta en un contexto, esto es, en un sistema; de tal modo que sus conductas repercutan ineludiblemente en aquellas personas que están a su alrededor y éstas, a su vez, mantienen provocan o inhiben estas conductas, produciéndose una interactividad entre los elementos del sistema. Al considerar a la familia como un sistema –es decir, un conjunto de individuos que interactúan entre sí y se influyen en reciprocidad–, entendemos, también, que no sólo las conductas de cada uno de ellos tienen repercusiones en los demás, sino también sus emociones. La regulación emocional en las familias es un aspecto clave para conseguir el bienestar mental y favorecer los vínculos parento-filiales positivos, promoviendo apegos seguros en los hijos y haciendo el proceso de crianza más gratificante para las madres y los padres.
Al hablar de familias “saludables”, hablamos de familias que presentan vínculos afectivos sanos y gratificantes entre sus miembros, que promueven las emociones positivas (alegría, curiosidad) y atienden y aceptan las negativas (miedo, tristeza, ira…), permitiendo el desarrollo de todos sus miembros y cubriendo sus necesidades físicas y afectivas. Estaríamos entonces extrapolando al lenguaje familiar la definición de salud realizada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como “el estado completo de bienestar físico, mental y social de una persona, y no solo la ausencia afección o enfermedad” (OMS, 1946) (4). Esta definición, establecida en los años 50 y criticada desde numerosos ámbitos por su carácter utópico, permitió, sin embargo, subrayar la necesidad de comprender la atención sanitaria desde un modelo biopsicosocial, trascendiendo el modelo médico que hoy en día impera en las denominadas Ciencias de la Salud.
Junto a su conocida definición de salud, la OMS también describió una serie de componentes que la integrarían y cuyo incumplimiento podría generar el estado de enfermedad. Estos componentes serían los siguientes:
De este modo, se considera la relevancia de la influencia que los factores socioculturales y el medio ambiente, así como las experiencias vividas, ejercen sobre la salud. Asimismo, la OMS ha señalado que la familia y las prácticas comunitarias tienen un impacto decisivo en el crecimiento y el desarrollo saludable de las niñas y los niños (OMS, 2004) (5) No obstante, la mayoría de los sistemas occidentales de salud y de asistencia sanitaria, sustentados sobre el paradigma de la teoría biomédica, continúan ejerciendo su labor alejados de este modelo holístico propuesto por la OMS. Y alejados, también, de la visión sistémica del ser humano y su desarrollo en grupos familiares, lo que dificulta realizar intervenciones integrales de promoción de la salud y el bienestar. Se hace por tanto imprescindible el desarrollo real y la aplicación efectiva de un modelo sociomédico de base antropológica, que lo complemente en aras de lograr una asistencia médica verdaderamente integradora (Frenk, J., 1992) (6).
Si la salud era ya, en las últimas décadas, un tema político de primer orden, en relación, sobre todo, a los avances propiciados por la ciencia y la tecnología, y la compleja cuestión de la financiación de los sistemas sanitarios, desde el año 2020 se ha convertido, probablemente, en la principal preocupación de los gobiernos a escala nacional e internacional. La crisis sanitaria provocada por el virus SARS-CoV-2, originado en China y con rápida expansión a lo largo de toda la geografía mundial, ha convulsionado nuestros modos de vida, colocándonos, de forma abrupta, en un escenario inesperado y sin precedentes. Si analizamos el impacto de la enfermedad a un nivel microsistémico, vemos que el daño ha recaído, en buena parte, sobre las familias.
En España, el deterioro económico y los cambios sociales desencadenados a raíz de la irrupción de la pandemia de COVID-19 y el consecuente establecimiento de medidas de distancia social, la extensión del teletrabajo, los cierres de las escuelas, los confinamientos intermitentes, la mayor reclusión en domicilio y otros muchos factores, han repercutido negativamente en las familias de forma muy intensa. Por un lado, se ha producido una sobrecarga parental, ya que, en muchos casos, las madres y los padres se han visto obligados a mantener su rendimiento laboral desde el domicilio, además de atender a sus hijos confinados las 24 horas del día, promoviendo su escolarización y sustituyendo la imposibilidad para socializar con otros menores, manejando, además, sus propias emociones respecto a la pandemia (ansiedad, incertidumbre, duelo por pérdida de seres queridos…). Por otro lado, a las y los menores de edad se les ha privado de sus espacios habituales de socialización (escuelas, colegios, parques infantiles…), con las consecuentes repercusiones en su desarrollo físico, social y emocional, en unas etapas vitales especialmente vulnerables (Paricio del Castillo, R, y Pando Velasco, F.) (7). Tampoco podemos ignorar el sesgo de género que ha tenido esta pandemia, pues las mujeres han sido las principales perjudicadas a nivel laboral (con mayores tasas de teletrabajo, mayor número de peticiones de excedencias o reducciones de jornada en persecución de una conciliación prácticamente imposible), además de haber sufrido repercusiones específicas respecto a las implicaciones que los protocolos sanitarios aplicados por el COVID-19 han tenido en la atención sanitaria al embarazo, el parto y la lactancia, y la disgregación de las redes de apoyo para la crianza (Jacques-Aviñó C, López-Jiménez T, Medina-Perucha L, de Bont J, Gonçalves AQ, Duarte-Salles T, Berenguera A., 2020) (8).
Este estrés multifactorial que nuestra sociedad ya ejercía previamente sobre las familias, y que con la irrupción de la pandemia se ha agravado, tiene importantes consecuencias sobre su estado emocional y, por lo tanto, sobre su salud mental. Los padres y las madres –sobre todo, las madres– se ven en la tesitura de lidiar con la precariedad económica y la incertidumbre laboral al tiempo que crían a sus hijos e hijas sin redes sociales de apoyo y, en la pandemia, sin abuelos que ayuden en la conciliación, sin tribus de madres y padres con las que compartir, sin escuelas (o, tras su reapertura, con clases intermitentemente confinadas), y sin espacios propios para el autocuidado. Esta carga mental a menudo se traduce en malestar emocional que, si se persiste mantenido en el tiempo, sin ayudas externas, y sin herramientas propias de regulación (o tiempo para utilizarlas) puede acabar desembocando en un problema de salud mental, como trastornos de ansiedad o depresión. Además, debido a las funciones protectoras y de regulación que desempeñan las madres y los padres sobre sus hijos, estos pueden verse también afectados, puesto que, ante su propio sufrimiento, pueden tener dificultades para encontrar la contención emocional que necesitan, o no tener acceso al aprendizaje que requieren, dado que sus figuras principales de cuidado se encuentran mal y, por la situación de pandemia, se encuentran más distanciados de otras figuras que anteriormente se hacían más presentes, como los miembros de la familia extensa.
La cuestión de la salud mental de las familias y la promoción de su bienestar emocional es, por tanto, un tema prioritario que debe ser abordado de modo inaplazable. Resulta indiscutible que las primeras medidas a tomar a cabo son de orden político y deberían ir encaminadas a garantizar su protección social. Sin embargo, desde los sistemas de salud, conocemos también que existen intervenciones con evidencia científica que promueven el cuidado emocional y pueden tener efectos protectores sobre la salud mental, cuya mayor extensión y su acceso a las familias podría ser una herramienta de salud pública en materia de salud mental.
En las últimas décadas, la práctica de los programas basados en Mindfulness se han ido perfilando como intervenciones de alta eficacia para el manejo del malestar emocional, siendo, además, muy coste-efectivas en su aplicación, dada su naturaleza frecuentemente grupal y la escasa tecnificación que requieren. Desde su creación a finales de los años setenta, el programa de reducción de estrés basado en Mindfulness (“Mindfulness Based Stress Reduction”, o MBSR, por sus siglas inglesas) se ha aplicado en entornos sanitarios, educativos, empresariales e incluso en prisiones. Esta amplia difusión se debe a que, con una intervención limitada a un número cerrado de sesiones (habitualmente, ocho), se puede llegar a un grupo elevado de personas, y, además, sus efectos positivos han demostrado mantenerse en el tiempo; siendo, por tanto, su implementación cada vez mayor en los Centros sanitarios de Atención Primaria, que tienen como uno de sus principales objetivos la prevención y la promoción de la salud.
Las intervenciones de salud sobre las familias son una línea estratégica en el ámbito de la Medicina Preventiva y de la salud pública. La promoción de herramientas de regulación emocional es, asimismo, un factor protector en materia de salud mental. En este trabajo, revisaremos los aportes que la regulación emocional y Mindfulness pueden realizar al bienestar familiar, y, por tanto, a la salud mental poblacional, siendo éste un tema de especial relevancia en el momento histórico actual de pandemia.
Para ello, realizaremos una revisión el conocimiento al respecto en la regulación emocional parental, las influencias específicas en las madres en los periodos del embarazo, el parto y la crianza, y los y las menores de edad.
Se ha realizado una revisión bibliográfica de artículos publicados en revistas científicas en relación a los beneficios de la regulación emocional en los siguientes contextos familiares: Parentalidad, crianza, embarazo, parto, lactancia, puerperio, infancia y adolescencia. Debido a las peculiaridades del confinamiento derivado de la epidemia de COVID-19, se realizó también búsqueda bibliográfica de su impacto psicológico en las familias, tanto en cuidadores como en los menores de edad.
Para ello, se ha procedido a la búsqueda bibliográfica sobre los efectos psicológicos de las intervenciones basadas en Mindfulness en las bases de datos PubMed y Dialnet. Posteriormente, se amplió la búsqueda a libros y a literatura de carácter divulgativo del ámbito sanitario y educativo.
El análisis de los datos ha sido de características cualitativas, valorando las diversas narrativas aportadas respecto de la importancia de la regulación emocional en cada una de las etapas revisadas.
La palabra “Mindfulness” (que en español se suele traducir como “atención plena”) hace referencia a la capacidad de la mente humana de estar presente en el aquí y el ahora. Kabat-Zinn la define como “prestar atención de manera intencional al momento presente, sin juzgar” (Kabat-Zinn, J. 2003) (9). Su práctica permite reconocer las experiencias que se están produciendo en el momento presente y aceptarlas radicalmente, sin agregar sufrimiento a dichas experiencias por los juicios o los significados sobreañadidos. El reconocimiento y la aceptación nos brindan la oportunidad de trabajar de una manera consciente los desafíos de nuestra vida, como son el dolor, la enfermedad, el estrés o las pérdidas. Así, la atención plena nos permite aprender a relacionarnos de manera directa con aquello que está ocurriendo en nuestra vida, permitiéndonos vivirlo de una forma plena.
Si bien Mindfulness no se adhiere a ninguna corriente ideológica o religiosa, tiene inspiración de la filosofía oriental y recoge y aplica muchas de las enseñanzas budistas. De hecho, la apertura de la consciencia se basa en los tres pilares fundamentales descritos por Buda, y que son: La Impermanencia, el Cambio constante del Yo y la Presencia de sufrimiento e insatisfacción (Bernhard, T. 2014) (10).
Por su parte, el autor Vicente M. Simón hace la siguiente reflexión acerca del origen y la naturaleza de Mindfulness (Simón, V. M., 2006) (11):
“Mindfulness no es un descubrimiento moderno, aunque vivamos ahora su redescubrimiento (y un cierto reencuentro) en el marco de la cultura occidental. Mindfulness pudo existir desde el momento mismo en que los primeros cerebros humanos comenzaron a transformar el planeta, aunque probablemente nunca sabremos cuándo vivieron losrepresentantes más primitivos de nuestra especie que practicaron alguna forma de mindfulness de manera sistemática. Sí que sabemos que hace unos 2.500 años, se alcanzó una cima en esta práctica, concretamente en la figura de Siddharta Gautama (el Buda Shakyamuni), que fue el iniciador de una tradición religiosa y filosófica ampliamente extendida por todo el mundo (el budismo) y cuya piedra angular es, precisamente, la práctica de mindfulness. Estamos seguros, sin embargo, de que mindfulness no empezó con el Buda Shakiamuni. El perfeccionó extraordinariamente un procedimiento que había recibido de otros maestros y que probablemente existiera desde mucho tiempo antes. Por ejemplo, el origen de la tradición tibetana del Bön, se sitúa unos 17.000 años antes de Cristo y, aunque no existen pruebas que sustenten esta afirmación, no podemos descartar que alguna forma de mindfulness no fuera practicada ya por seres humanos muy primitivos. En realidad, mindfulness es, en sí misma, algo muy simple y familiar, algo que todos nosotros hemos experimentado en numerosas ocasiones de nuestra vida cotidiana. Cuando somos conscientes de lo que estamos haciendo, pensando o sintiendo, estamos practicando mindfulness. Lo que sucede es que habitualmente nuestra mente se encuentra vagando sin orientación alguna, saltando de unas imágenes a otras, de unos a otros pensamientos. Mindfulness es una capacidad humana universal y básica, que consiste en la posibilidad de ser conscientes de los contenidos de la mente momento a momento. Es la práctica de la autoconciencia. El primer efecto de la práctica de mindfulness es el desarrollo de la capacidad de concentración de la mente. El aumento de la concentración trae consigo la serenidad. Y el cultivo de la serenidad nos conduce a un aumento de la comprensión de la realidad (tanto externa como interna) y nos aproxima a percibir la realidad tal como es. La práctica prolongada de mindfulness, en un ambiente favorable, abre también la puerta a la aparición de estados modificados de conciencia, pero de estos estados no me voy a ocupar en este trabajo. Desde un punto de vista científico, podemos definir mindfulness como un estado en el que el practicante es capaz de mantener la atención centrada en un objeto por un periodo de tiempo teóricamente ilimitado.”
Diversos estudios han evidenciado que la práctica de Mindfulness promueve multitud de beneficios de salud tanto física como psicológica. La literatura científica ha demostrado que, en personas que tenían patologías previas (somáticas o mentales) que implicaban una carga importante de sufrimiento, la práctica habitual de la atención plena se ha asociado a una mayor presencia de estados emocionales positivos, disminución de los niveles de estrés o mejoría del sistema inmune en personas con condiciones médicas y psiquiátricas variadas que incluyen el dolor crónico, el cáncer y trastornos de ansiedad o depresión (Van Dam NT, van Vugt MK, Vago DR, Schmalzl L, Saron CD, Olendzki A, Meissner T, Lazar SW, Kerr CE, Gorchov J, Fox KCR, Field BA, Britton WB, Brefczynski-Lewis JA, Meyer DE., 2018) (12). Pero, además, Mindfulness se trata de una herramienta de enriquecimiento personal que nos permite desarrollar una mayor capacidad de discernimiento y compasión en nuestra experiencia cotidiana, invitándonos a vivir una vida plena en el presente.
La práctica de Mindfulness podría tener efectos preventivos en la salud mental, potenciando estados emocionales positivos. El empleo de la atención plena como herramienta de gestión emocional en el ámbito familiar, además de favorecer la vivencia de vidas más plenas y ayudar a los padres en el manejo de sus propias experiencias parentales, puede favorecer que los niños crezcan en un entorno regulado emocionalmente, consciente, y ayudarles a desarrollar estrategias de gran utilidad a la hora de afrontar las dificultades con las que puedan encontrarse en su día a día.
Los beneficios y utilidades de la práctica de Mindfulness se hacen patentes cuando ésta se realiza con constancia; esto es, cuando se genera el hábito de su práctica. La atención plena puede desarrollarse mediante prácticas formales (que incluyen actividades muy diversas, como son los ejercicios de meditación, de atención basada en la respiración, de atención centrada en escáner corporal, o ejercicios suaves de yoga, por ejemplo), o mediante prácticas informales. Las prácticas informales consisten, precisamente, en emplear el modo de “estar en el presente y en las experiencias” característico de la filosofía Mindfulness en el día a día, como es saboreando con atención plena las comidas (percibiendo los sabores, las texturas, el modo en el que nuestro cuerpo reacciona, y el abanico completo de la experiencia al comer), atendiendo al roce del viento en nuestra cara, o a nuestros propios pasos de camino al trabajo. Se trata de un hábito por el cual el practicante redirige conscientemente su atención al presente, aunque, ciertamente, los objetos en los cuales ésta se centra pueden variar. Al principio, esta peculiar forma de focalizar la atención puede resultar difícil, y el arroyo de los pensamientos tiende a desviarla, pero con el hábito y la constancia, acaban formando parte de la forma de experimentar la vida y el presente. Kabat-Zinn recomienda para la práctica de la atención plena: No juzgar, aceptación, mente de principiante, no esforzarse, paciencia, soltar o practicar el desapego, confianza y constancia (Kabat-Zinn, J. 2003) (9). Siegel, por su parte, habla de cuatro características para mantener la atención plena: Curiosidad, apertura, aceptación y amor (Siegel, 2007) (13).
En los años setenta, el autor Jon Kabat-Zinn diseñó y estandarizó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Massachusetts uno de los programas de entrenamiento en Mindfulness más reconocidos y cuya evidencia científica ha sido ampliamente validad y replicada (Kabat-Zinn, J. 2003) (9). El programa, llamado MBSR (“Mindfulness Based Stress Reduction”), se trata, en realidad, de una intervención de naturaleza psico-educativa que consiste en 8 sesiones administradas con frecuencia semanal, a las cuales se suma un día completo de práctica intensiva. En las sesiones de este entrenamiento se enseñan algunas las distintas prácticas formales que configuran el ejercicio del Mindfulness (meditaciones guiadas, atención a la respiración, escáner corporal…) y se invita a realizarlas de manera diaria en el domicilio. De este modo, a lo largo del programa se van integrando en la vida cotidiana y de manera progresiva las bases de la meditación, potenciando también la atención plena “informal” en la experiencia cotidiana, y ofreciendo herramientas que ayudan a estar más presentes en aquello que ocurre en cada momento de nuestras vidas. En las sesiones guiadas, se ayuda a los participantes a identificar y afrontar con aceptación las distintas experiencias que vivencian en su presente.
Desde las primeras décadas del siglo XX, cuando empezó a prestarse mayor atención a la infancia y la psique infantil, se describió por primera vez que, para su correcto crecimiento y desarrollo, los bebés y los niños pequeños deben experimentar una relación cálida, íntima, continuada y satisfactoria con sus figuras principales de cuidado en la cual ambos encuentran satisfacción y alegría, y que no hacerlo puede tener consecuencias importantes e irreversibles en la salud mental. Esta relación íntima con el cuidador primario (generalmente, la madre), que en Psicología se denomina “apego”, se trata de una necesidad humana primaria y primordial, con una base biológica conocida, y que, si bien se encuentra presente a lo largo de toda la vida, es especialmente relevante en las primeras etapas (Bolwby, 1993) (14).
Por apego, entendemos esta relación afectiva que establecen los bebés con sus principales figuras cuidadoras: Sobre todo, con la madre, aunque cada vez es mayor la implicación del padre como figura cuidadora y que, conforme va creciendo el niño, se va ampliando a otras figuras de cuidado (personas de la familia extensa, como abuelos y abuelas; profesorado, etc.). Esta relación, especialmente, en los primeros meses de vida del bebé, es absolutamente necesaria para su desarrollo físico, emocional y social, y hoy día conocemos que el modo en el que se vincule el bebé con sus figuras de apego condicionará, en buena medida, sus modos vinculares futuros.
Una de las claves fundamentales para el establecimiento de un apego seguro del bebé con su madre (o figura cuidadora principal) es la sensibilidad que ésta le muestre. Es decir, la habilidad que la madre tenga para tomar conciencia, interpretar adecuadamente y responder de manera apropiada y contingente a las señales y comunicaciones del niño es central en el desarrollo de su seguridad. Una adecuada sensibilidad maternal requiere, por tanto, de un bienestar psíquico de la madre que le permita centrarse en su hijo e interpretar adecuadamente sus emociones, ya que, si se encuentra desbordada por las suyas propias, esta función (realmente compleja, además de continua e imprescindible en el desarrollo del bebé), le resultará todavía más complicada (Wallin, D. 2012) (15). Resulta de interés señalar que existe una amplia evidencia científica que reconoce que la lactancia materna favorece una mayor sensibilidad materna a las necesidades de su hijo y una mejor vinculación entre la madre y el bebé.
Durante las primeras etapas de la vida, se conforma una diada cuidador-niño, que constituyen una unidad funcional, lo que significa que ambos no se conciben el uno sin el otro. Los primeros nueve meses de nacimiento de un bebé son los que se denominan de exterogestación: Esto supone que, aunque el bebé haya nacido y se encuentre fuera del vientre materno, su desarrollo físico y psíquico continúa requiriendo un contacto estrecho y continuado con su madre. Es lo que se ha denominado “diada madre-bebé” (o “diada cuidador-bebé”). En esta diada, ambos sujetos (madre y bebé, o cuidador y bebé) funcionan como una única unidad, y no se conciben el uno sin el otro, de tal manera que todas las emociones del niño son procesadas y reflejadas por la madre, en una regulación continuada que se mantiene por medio de interacciones continuas y estrechas entre ambos. La diada madre-bebé es el regulador externo temporal de la experiencia del niño, que recibe continuamente aferencias externas, pero no es capaz de procesarlas en individualidad. La regulación de la diada se trata de una regulación mutua, en la que incluso podríamos referirnos a estados diádicos de conciencia, según los cuales la madre y el niño funcionan como una misma experiencia, y la capacidad para solucionar los desparejamientos generaría, también, experiencias. Se trata, por tanto, de un sistema exógeno de regulación que, biológicamente, se constituye del cerebro derecho del niño al cerebro derecho de la madre.
Por tanto, en las primeras etapas de la vida, la figura cuidadora (generalmente, la madre) realiza una función reguladora y contenedora emocional insustituible, además de aportar los cuidados físicos del bebé y atender, interpretar y responder a sus distintas necesidades en cada momento. Se trata de una tarea difícil y extenuante, que requiere la presencia continuada de la madre, tanto en el plano físico como en el psicológico y el emocional, y en la cual, para poder mantenerse en este complejo equilibrio de satisfacción de necesidades, la madre necesita, a su vez, un soporte familiar y social que cuide de ella en esos primeros meses de cuidados exhaustivos.
Las interacciones continuas entre la madre y el bebé dan lugar a modos específicos vinculares. En ocasiones, la madre no es capaz de interpretar adecuadamente las señales del bebé, o no está en disposición de atenderlas, lo cual tendrá repercusiones en la estructuración del incipiente psiquismo del bebé. Conocemos que, en función de cómo responden los cuidadores a las necesidades de los bebés, éstos establecerán un tipo u otro de apego. Sabemos, también, que estos tipos de apego se encuentran ya instaurados a edades muy tempranas: Los bebés de ocho meses ya muestran comportamientos diferenciados que revelan su estilo de apego.
Los distintos estilos de apego fueron descritos por Mary Ainsworth, en la denominada “situación extraña”, en la cual las madres salían de la habitación en la que se encontraba su bebé, que quedaba con una figura desconocida, y se analizaba las conductas del bebé durante la ausencia de la madre y a su regreso. Los comportamientos que se evalúan son la proximidad y búsqueda de contacto, el contacto mantenido, la evitación de la proximidad y el contacto, y la resistencia al contacto y la reconfortación (Wallin, D. 2012) (15).
En función de las respuestas de los bebés, Ainsworth definió el apego seguro (que sería el más saludable, y también el más frecuente en la población general, ya que sería el que presentan el 60-70% de las personas) y los apegos inseguros, descritos de dos tipos (el inseguro evitativo y el inseguro ambivalente).
Además de estos tres tipos de apego, que son los más prevalentes en la población general, Hesse y Main describieron un cuarto tipo, que correspondería al apego desorganizado (citadas por Gayá-Ballester, C., Molero-Mañes, R., y Gil-Llario, M. 2014) (16). El apego desorganizado es aquel que se establece con cuidadores que maltratan o abusan físicamente de los niños. Se caracteriza la relación amenazante que existe entre el cuidador y el bebé, en la que los padres, o quienes se encarguen del infante, se comportan de forma impredecible. Los niños que sufren abusos por parte de sus cuidadores viven un dilema constante, ya que, por un lado, necesitan recibir cuidados y atención de sus padres, pero por el otro, tienden a querer alejarse de ellos. El infante víctima de este cuidador amenazante depende también de él, lo que genera una paradoja irresoluble a nivel de vinculación. Los circuitos biológicos del apego impulsan a los niños a buscar protección ante las amenazas en sus figuras de cuidado. Si la fuente de amenaza es, precisamente, la figura de apego, se produce una desorganización psíquica que puede resultar inmanejable. A nivel conductual, es frecuente que estos niños presenten conductas erráticas con sus cuidadores y les tengan miedos; también es frecuente su inhibición en la conducta exploratoria, la presencia de miedos y fobias múltiples, la hipervigilancia y el bajo desarrollo cognitivo. Los niños con apegos desorganizados a menudo recurren a distintos mecanismos de defensa psíquicos, como la escisión, separando por ejemplo un “papá bueno” al cual acudir a refugiarse de un “papá malo” agresor; o la introyección, interiorizando la culpa y responsabilizándose de las agresiones (“si soy agredido por mi figura cuidadora, es porque me lo merezco, lo que significa que soy malo”). El desarrollo de este tipo de apego se asocia con dificultades emocionales en etapas posteriores, con empleo de mecanismos disociativos de origen traumático.
El tipo de apego con nuestras figuras de cuidado marcará nuestra forma de vincularnos con otras personas a lo largo de nuestra vida. Esto se debe a que las experiencias tempranas marcan los modelos internos acerca del sí-mismo, de los otros y del mundo, estableciendo por aprendizaje unos patrones de pensamiento que suelen mantenerse estables a lo largo de la vida. A su vez, el modo relacional heredado de nuestros padres será, con elevada probabilidad, el que leguemos a nuestros hijos, siguiendo el modelo teórico de la transmisión intergeneracional del tipo de apego. Por ejemplo, una bebé que no ha visto atendida sus necesidades en la infancia de manera consistente y ha establecido un apego inseguro evitativo con su madre porque ésta reaccionaba con enfado cuando debía atenderla, cuando crezca, es probable que tenga dificultades para atender las necesidades de sus propios bebés sin mostrar enfado o actitudes rechazantes, pudiendo transmitirle, nuevamente, un modelo relacional evitativo. Sin embargo, resulta importante señalar que la transmisión del apego propio no es una regla ineludible, ya que hay amplia evidencia que demuestra que la capacidad de reflexión y de mentalización de los padres puede frenarla eficazmente. En este sentido, y tratando de dilucidar las implicaciones terapéuticas de la mentalización, el equipo de Fonagy investigó la función reflexiva a partir de si los entrevistados se referían o no a estados mentales cuando se les pedía que hablaran de experiencias relacionales de su infancia, y pudieron observar que una buena capacidad de mentalizar de los padres se asocia con apego seguro en los niños, mientras que una baja capacidad de mentalización genera apego inseguro (Bateman A, Fonagy P., 2013). 1991) (17).
Hacer accesible la práctica del Mindfulness a los cuidadores, y, fundamentalmente, a las madres recientes, puede ofrecerles una herramienta de gran utilidad para ayudarles en el establecimiento de apegos seguros con sus hijos, como veremos a continuación. Los beneficios del hábito de la atención plena suponen estados anímicos más positivos que podrían ayudar a mejorar la sensibilidad materna, y la práctica de la meditación ayuda a la toma de conciencia y favorece la capacidad reflexiva, por lo que podría contribuir a una mejor mentalización de las figuras de cuidado, lo que redundaría positivamente en la construcción de un apego seguro en sus bebés.
En los procesos de regulación emocional intervienen conductas, habilidades y estrategias, tanto conscientes como inconscientes, automáticas o voluntarias, por medio de las cuales se modula, se inhiben y se enlazan las expresiones emocionales con las distintas experiencias. Aunque su desarrollo tiene lugar a lo largo de toda la vida, la etapa más crítica para la adquisición de estrategias adecuadas de regulación emocional es la primera infancia. Como ya se ha mencionado con anterioridad, las primeras regulaciones emocionales se realizan en reciprocidad con las figuras cuidadoras y de apego que, por lo general, suelen ser las madres y los padres.
En este sentido, y como señala Goleman, la vida familiar es la cuna en la que el individuo comienza a sentirse él mismo y en donde se aprende la forma en la que los otros reaccionan ante los sentimientos. Por ello la familia es el espacio donde se aprende a pensar en uno mismo, en los propios sentimientos y en las posibles respuestas ante distintas situaciones (Goleman, D. 1996) (18). Distintas investigaciones han arrojado que las competencias de regulación emocional de las niñas y los niños son moduladas por sus experiencias sociales, entre las cuales, las interacciones con sus padres o progenitores tienen un papel fundamental (Campos, J.J., Campos, R.G., Barrett, K.C. 1989) (19). La calidez afectiva y el apoyo parentales son elementos consistentes en el desarrollo emocional de los hijos e hijas (Caspi et al., 2004) (20), y la expresión de emociones positivas en el hogar y en presencia de los niños se asocian con una menor presencia de conductas disruptivas (Eisenberg et al., 2001) (21).
A la luz de la evidencia que existe sobre la asociación que hay entre capacidad de regulación emocional de los padres y la capacidad de regulación emocional de los hijos, y el carácter preventivo de un ambiente familiar en el que predomine la expresión de emociones positivas y la gestión emocional adecuada en materia de salud mental, parece no sólo pertinente, sino necesario, redirigir hacia las familias el foco de las líneas estratégicas preventivas de salud mental. Para ello, resulta necesario promover a nivel social el ejercicio de una parentalidad positiva que permita un cambio conceptual desde el modelo teórico tradicional adultócrata, marcado por un autoritarismo que no contempla las necesidades específicas de la infancia, hacia otro centrado en la crianza responsable.
Por parentalidad positiva entendemos aquella que los padres ejercen en base al interés superior del niño, permitiéndole desarrollar plenamente sus capacidades por medio de un cuidado responsable que le ofrece ayuda, reconocimiento y orientación, estableciendo límites adecuados sin recurrir a la violencia. Este estilo de parentalidad se basa en la responsabilidad de los padres y las madres de promover relaciones positivas en la familia que garanticen los derechos de sus hijos e hijas en la infancia y la adolescencia, promoviendo su correcto desarrollo físico, psicológico, emocional y social. Implica, por tanto, ser padres y madres conscientes en el ejercicio de la paternidad y la maternidad.
Esta toma de conciencia se relaciona con los conceptos ya citados de capacidad reflexiva y mentalización, que ayudan en la crianza a que se establezcan vínculos seguros entre padres e hijos, y supone hacerse cargo de la necesidad de una adecuada gestión emocional en el seno de las relaciones familiares.
Los programas basados en Mindfulness pueden ayudar a los padres en su experiencia cotidiana, fomentando la atención en la experiencia actual, la escucha compasiva a sí misma y a sus hijos, y practicando la presencia consciente en su propia vida y en la de las niñas y los niños a los que están criando, para poder atender, entender y regular sus propias emociones y las de sus hijos.
En el caso concreto de las mujeres que crían, por su papel biológico de gestantes y lactantes, y su papel social de figura maternal de cuidado (aunque actualmente hayamos comenzado a transitar el camino de la corresponsabilidad parental, la materialización de la misma todavía se vislumbra lejana), el apoyo a las dificultades emocionales que puedan presentar en el proceso se hace más importante si cabe. La diada madre-bebé, que al inicio es puramente biológica (pues madre e hijo están físicamente vinculados por el cordón umbilical) y, tras la separación que supone el parto, se mantiene en lo funcional, se trata del ejemplo por excelencia de regulación emocional, y es el momento y el lugar de la vida donde resulta más imprescindible incidir en estas capacidades de regulación, sosteniendo a la madre para que pueda realizar su compleja función satisfactoriamente y de una forma gozosa, y favoreciendo de este modo que los bebés puedan desarrollar un apego seguro que les acompañe el resto de su vida.
El embarazo, el parto y la lactancia forman parte del ciclo reproductivo de las mujeres que deciden ser madres, constituyendo etapas con características propias y singulares a todos los niveles, que implican drásticas transformaciones físicas y mecanismos biológicos muy finos y especializados, pero también estados psíquicos y emocionales únicos y una transición social de rol que, para la mayor parte de las mujeres, supone ganancias y pérdidas vitales de gran relevancia.
El ciclo sexual femenino guarda estrecha relación con algunos aspectos de la psicología de la mujer, que en cada fase de la maternidad reciente (embarazo, parto, lactancia, puerperio) se puede ver influida por su propia experiencia de crianza temprana. A los innegables cambios físicos, no siempre aprobados por los mandatos culturales de la sociedad occidental, se une la necesidad de adaptación a nuevos roles que a menudo entran en conflicto con otros aspectos identitarios de la mujer.
El psiquiatra Daniel Stern (2004) realiza una crítica detallada de la escasa atención que las investigaciones habían prestado hasta el momento a la influencia de la maternidad en la estructura mental de la mujer y habla exhaustivamente del proceso de la preparación a la maternidad desde el embarazo. Así, menciona la frecuente existencia de emociones contradictorias desde el momento en que la mujer descubre que va a ser madre, y que transitan desde la pérdida de un papel “de hija” (con revisión de la relación con su propia madre), a la conquista de las habilidades necesarias para cuidar al hijo manteniendo el resto de funciones, destacando la relevancia de la historia personal en el desempeño de su nuevo rol. El autor asegura que la maternidad es una asignatura pendiente en nuestra sociedad, y recalca que ni siquiera las corrientes feministas ni los profesionales de la salud han dado todavía la importancia necesaria a esta experiencia. También señala que la maternidad supone que la mujer sea vista de una manera diferente por el mundo, y que esta visión de los otros, que la responsabiliza a nivel social de todo lo que les suceda a sus hijos en lo que él denomina la “responsabilidad parental última”, la marcará de una forma personal, íntima e ineludible (Stern, D. 2004) (22).
Si bien a nivel social el momento que marca el inicio de la maternidad es el parto, el proceso por el cual una mujer se convierte en madre es mucho más complejo. El nacimiento de la madre se produce a través de las experiencias, profundamente transformadoras, que ésta va atravesando a lo largo de los procesos sucesivos de concepción, gestación, parto y crianza, y sobre las cuales va construyendo su nueva identidad materna, que a menudo entra en contradicción con otros aspectos previos identitarios de la mujer, y que puede ni siquiera concordar con sus fantasías previas respecto a lo que iba a significar para ella “ser madre”. Los discursos culturales acerca de la maternidad, que a menudo ensalzan únicamente los aspectos positivos de la misma y que en general se construyeron sobre las bases del ideario heteropatriarcal, pueden contrastar intensamente con la experiencia individual de las madres, que a menudo silencian u ocultan los malestares surgidos en el seno de la maternidad por temor al juicio y la descalificación social. Además, el proceso de convertirse en madre puede suponer duelos y renuncias múltiples y, a veces, insospechados (a horas de sueño, a la imagen corporal previa, a la disponibilidad del propio tiempo, a algunos tipos de ocio, a la capacidad adquisitiva…) que pueden afectar emocionalmente a las mujeres. Por otro lado, son etapas de elevada vulnerabilidad psicosocial, que pueden exacerbar conflictos interpersonales previos y actualizarlos.
Desde una perspectiva biológica, los cambios físicos y la vivencia corporal de la maternidad pueden desafiar muchos de los discursos sociales que la mujer ha asimilado como propios y que entran en conflicto con cuestiones intrínsecas al proceso reproductivo: La ganancia de peso, la disminución del rendimiento físico, las estrías y cicatrices, o la alteración de los ritmos cronobiológico. Además, debido a las peculiares características fisiológicas de estas etapas, en las que se encuentra involucrado un bebé en desarrollo, el empleo de fármacos para manejo de malestares como la ansiedad y la depresión se encuentra más limitado y debe realizarse con una estricta adherencia a la balanza riesgo/beneficio, haciendo especialmente indicadas las intervenciones psicoterapéuticas como primera elección.
Dada la amplia paleta emocional que se despliega en las etapas de gestación, parto y puerperio, muchas veces con una intensidad elevada, la práctica de Mindfulness como método de regulación emocional se postula como un instrumento útil para cuidar y fomentar el bienestar psicoemocional durante las mismas.
El embarazo es un estado fisiológico de la mujer que implica una gran cantidad de cambios físicos, psicológicos, emocionales y sociales. Como ya se ha descrito, durante el embarazo no sólo se gesta a un nuevo ser humano, sino que la mujer se aproxima a su nuevo rol social como madre y se comienza a desarrollar el vínculo maternofilial, que resulta clave para que, tras el parto, se ponga en funcionamiento la diada madre-bebé, imprescindible para el adecuado desarrollo psicofísico del bebé.
Desde una perspectiva biológica, el embarazo es el tiempo que transcurre desde que sucede el momento de la concepción (como se denomina a la fecundación de un óvulo por un espermatozoide) y el momento del parto. Durante este período, el óvulo fecundado se desarrolla en el interior del útero, que es el órgano femenino encargado de la gestación. Respecto a la duración del embarazo humano, ya Hipócrates determinó que era de 280 días, 40 semanas o 10 meses lunares. Posteriormente, Carus y después Naegele, en 1978, confirmaron estos datos. La duración habitual de un embarazo a término desde el momento de la concepción es de 38 semanas, si bien existe una gran variabilidad idiosincrásica, de tal modo que el parto a término fisiológico se considera que puede desencadenarse en cualquier momento desde la semana 38 a la 42 (Alcolea, S. y Mohamed, D., 2011) (23).
El desarrollo del embarazo suele estudiarse mediante la clásica diferenciación en trimestres de gestación. A nivel psicológico, los estados mentales y emocionales de la madre también experimentan cambios progresivos; que, de igual modo, se describen en tres etapas diferenciadas. Sin embargo, estas tres etapas psicológicas a menudo no coinciden cronológicamente con los tres trimestres obstétricos.
Trimestres obstétricos
Primer trimestre
Es el trimestre de la concepción y organogénesis del embrión La organogénesis es el conjunto de cambios que permiten que las tres capas celulares embrionarias (ectodermo, mesodermo y endodermo) se diferencien progresivamente en los diferentes órganos humanos, en un periodo de tiempo que comprende, aproximadamente, entre la cuarta y la octava semana del desarrollo embrionario.
El principal síntoma de embarazo, fundamental para la sospecha del mismo, es la ausencia de menstruación. Sin embargo, existe una amplia constelación de síntomas físicos que las mujeres pueden experimentar en las fases incipientes de su gestación, como son las náuseas y vómitos, el cansancio excesivo, la somnolencia o la hipersensibilidad olfatoria. En esta etapa primera etapa, también es frecuente la variabilidad anímica, con cambios bruscos del estado de ánimo y una especial sensibilidad emocional. La confirmación de un embarazo (usualmente, mediante test obtenibles en farmacia) a menudo desata emociones encontradas en la futura madre, que pueden oscilar desde la euforia e ilusión hasta la angustia y el rechazo franco del embarazo, pasando por situaciones intermedias, relacionadas con miedos, temores y diferentes expectativas respecto al futuro, que a menudo albergan, también, ambivalencias.
En este periodo, la gestación no es visible externamente, lo que habitualmente reduce el conocimiento de la misma a la madre y a su círculo más íntimo. Tradicionalmente, el silencio en el que se han sumido los abortos y los duelos gestacionales, así como el temor a dicha pérdida (más frecuente en el primer trimestre) ha convertido la comunicación social de la gestación en un tabú antes de la semana 12.
Segundo trimestre
El embarazo se hace visible debido al crecimiento uterino y, en general, el estado físico y mental de la mujer embaraza suele mejorar.
En el plano psíquico, se suele considerar la etapa de la gestación de mayor tranquilidad emocional, por lo que algunas autoras lo han denominado como “el trimestre de la luna de miel”. Es a lo largo de este periodo cuando las madres comienzan a percibir los movimientos fetales (las “patadas”), que permite anclar la fantasía gestacional en la realidad de la experiencia cotidiana.
Tercer trimestre
Se trata de una etapa de mayor crecimiento fetal en el interior de la cavidad uterina, lo que genera nuevos síntomas en la madre, como modificaciones en su postura, mayor fatiga, una respiración superficial o la necesidad de realizar ingestas pequeñas pero frecuentes, debido a la compresión del resto de los órganos por el útero expandido. A menudo se exacerba la pirosis y el estreñimiento, y aparecen algunas molestias osteoarticulares, fundamentalmente a nivel lumbar.
La madre se encuentra cercana al parto y pueden aparecer inquietudes y miedos al respecto, mayor cuestionamiento acerca de la propia capacidad para hacerse cargo del bebé que está esperando, así como impaciencia por conocerlo.
Desarrollo psicológico maternal durante el embarazo
Como hemos mencionado, diversas autoras defienden la existencia de tres etapas durante el embarazo, que no tiene por qué coincidir necesariamente con los tres trimestres obstétricos. Además, podríamos contemplar también los estados emocionales que preceden a la concepción, puesto que la manera de acercarse al embarazo puede ser muy diferente si éste ha sido buscado y deseado o inesperado y sin deseo genésico. También pueden influir en la emocionalidad el tiempo de búsqueda, si la concepción ha sido espontánea o ha requerido de Fecundación in Vitro (FIV), si es en el seno de una pareja, el apoyo y el reconocimiento de la familia extensa a la gestación, la edad maternal y paternal, y otro gran número de condicionantes del contexto social, económico y cultural, que influirán en la vivencia maternal del proceso.
La percepción que las embarazadas tienen de sus bebés en esta etapa suele corresponderse de una manera bastante fiable con la percepción que tendrán de él tras el parto, exceptuando en aquellas situaciones en las que el parto es traumático, lo que parece que influye negativamente en la percepción maternal tras el mismo. En este sentido, Zeanah y col. midieron la percepción maternal del bebé en dimensiones cualitativas como la actividad, la ritmicidad, el humor en la semana 37 de gestación y posteriormente a los seis meses de vida del bebé. En los resultados, se veía una correspondencia similar, lo que apunta a la estabilidad de la percepción maternal del niño no nacido, pero las que más cambiaban en su percepción eran las que tenían partos diferentes a los que preveían (25).
En esta última etapa, es frecuente también la necesidad de la madre por “hacer lugar” en su hogar para el bebé que está esperando, con conductas que a veces se han denominado “de preparación del nido”. Estas conductas tienen un enraizamiento cultural claro en función del contexto donde se haya criado y desarrollado la madre, ya sea tejiendo o comprando su ropa, preparando la cuna o nido para el bebé, etcétera.
En definitiva, el embarazo se trata de una etapa vital con una importante repercusión en los estados mentales de las mujeres. A lo largo de todo el embarazo es habitual que las madres presenten un estado mental determinado de especial sensibilidad y reconexión con la propia infancia y las experiencias de apego con la figura materna, que Bydlowski1 denominó “transparencia psíquica” (Bydlowski, M. 2000) (26). Se trata de un momento de elevada emocionalidad y ambivalencia, con reactivación de conflictos primarios, que, sin embargo, puede suponer una oportunidad de sanación. Con frecuencia, se observa que cuando la relación entre la futura madre y la futura abuela presentaba conflictos y tensiones, el embarazo supone una oportunidad para resolver algunos de esos conflictos y mejorar la relación, siempre que la futura abuela sea una figura de ayuda hacia su hija ayudándola a convertirse también en madre (Dayan J. 2002) (27). En este momento vital, también es frecuente que la embarazada manifieste un cierto grado de “regresión” emocional, con mayor tendencia hacia la dependencia afectiva de terceros y a experimentar una emocionalidad más intensa.
Respecto a la emocionalidad de las mujeres embarazadas, se ha comprobado que éstas tienen una mayor capacidad para leer las emociones de amenaza o daño en las caras de los demás (caras con miedo, enfado o disgusto) y emociones negativas (tristeza) al final del embarazo que al inicio (Pearson, Lightman, & Evans, 2009) (28). Al final de la gestación es frecuente que las mujeres presenten un estado de hipersensibilidad emocional e hipervigilancia. Esta capacidad incrementada de detección emocional podría tratarse de una adaptación evolutiva para preparar a las madres para las necesidades de protección y crianza de la maternidad, incrementándose su sensibilidad emocional y su vigilancia a signos de peligro o agresión. Sin embargo, estos resultados también sugieren que al final del embarazo el procesamiento emocional es muy similar al que se da en los estados de ansiedad y explican porque pueden ser más frecuentes las preocupaciones desmedidas y la ansiedad en los últimos meses de embarazo.
Culturalmente, es habitual que, alrededor de una mujer embarazada, se agrupe toda una red de mujeres (madre, abuela, hermanas, primas, amigas…) para ofrecerle apoyo, cuidados y consejos físicos y emocionales. Sin embargo, en las sociedades occidentales actuales, con predominio de los ambientes individualistas y urbanizados que han disuelto las redes de apoyo interpersonal, cada vez es más frecuente que las mujeres atraviesen sus embarazos en soledad, lo que podría asociarse a un peor estado emocional maternal.
Regulación emocional y empleo de Mindfulness durante el embarazo
Existen numerosos estudios científicos que avalan los beneficios de la práctica de la atención plena durante todo el embarazo. A la eficacia probada de estas intervenciones en el ámbito de la regulación emocional y la mejoría del dolor y los estados ansiosos y depresivos, se añade su seguridad, de importancia fundamental a la hora de elegir líneas terapéuticas durante el embarazo. Además, son programas de elevada aplicabilidad, puesto que el entrenamiento se realiza en sesiones semanales de ocho semanas de duración, que se corresponde con la frecuencia y la duración de muchos de los programas grupales de preparación al parto que se realizan en los centros de salud comunitarios.
En un artículo de revisión sobre el efecto de las intervenciones basadas en Mindfulness en la salud mental perinatal, en el cual se efectuó una búsqueda de la literatura publicada hasta septiembre 2019 en la base de datos Web of Science (WOS), se evidenció que las intervenciones basadas en Mindfulness son más eficaces que la asistencia sanitaria habitual para la mujer embarazada a la hora de reducir la sintomatología depresiva, ansiosa y estrés percibido (Gómez-Sánchez L, García-Banda G, Servera M, Verd S, Filgueira A, Cardo E. 2020) (29).
La introducción de en los programas de atención a la mujer embarazada de los centros de salud comunitaria de prácticas de compasión y Mindfulness tienen un coste reducido y, sin embargo, parecen tener un efecto protector significativo en la salud mental de las mujeres. Además, este efecto se mantendría tras el parto y redundaría en el beneficio de la diada madre-bebé. A este respecto, un estudio multicéntrico realizado en España adaptando programas de MBRS para la atención de mujeres gestantes, redujo significativamente los síntomas de depresión maternal durante el embarazo y el postparto (Sacristan-Martin O., Santed, M. A., Garcia-Campayo, J., Duncan, L.G., Bardacke, N., Fernandez-Alonso, C., Garcia-Sacristan, G., Garcia-Sacristan, D., Barcelo-Soler, A. y Montero-Marin, J) (30). Además, este estudio señalaba también que la aplicación de Mindfulness en el segundo trimestre del embarazo parece aportar a las parejas de las mujeres que están esperando un bebé mayor calma y bienestar emocional (30).
El parto es un momento de gran relevancia en el proceso de convertirse en madre, y está envuelto de una gran cantidad de significados culturales y sociales. Tras la revolución sanitaria del siglo XX y el traslado del parto al medio hospitalario para su asistencia, con la consecuente medicalización del mismo, recientemente han surgido corrientes que están ganando fuerza y que reclaman la necesidad de volver a un parto humanizado que respete las voluntades de la madre y lo acerque a su contexto. La experiencia de parto es trascendental para muchas mujeres, y supone un momento de vulnerabilidad máxima en el que, en ocasiones, pueden ver menoscabada su dignidad y socavados sus derechos en beneficio de prácticas obstétricas a menudo cuestionables. La labor de la matronería se hace fundamental en este punto, ya que su función de acompañamiento y de garante de la mujer parturienta para que su parto se acerque a sus creencias y voluntades puede facilitar que la experiencia de parto le resulte positiva.
Definición obstétrica de parto
Desde la disciplina obstétrica, el parto se define como la expulsión de uno o más fetos maduros y la placenta desde el interior de la cavidad uterina al exterior. Se considera un parto a término, es decir a tiempo normal, el que ocurre entre las 37 y 42 semanas desde la fecha de última regla. De este modo, los partos que tienen lugar antes de las 37 semanas se consideran partos prematuros y los que ocurren después de las 42 semanas se consideran partos post-término.
El parto va precedido de los pródromos de parto, síntomas vagos e inespecíficos que anteceden al parto propiamente dicho y que en ocasiones pueden iniciarse desde días atrás. El parto en sí se divide en tres fases: La fase de dilatación, en la cual las contracciones uterinas van aumentando de intensidad y frecuencia hasta conseguir la dilatación completa del cérvix uterino y se produce el descenso del feto; la fase de expulsivo, en la cual se produce la salida al exterior del bebé, y la fase de alumbramiento, o expulsión de la placenta.
Dimensión psicológica del parto
El parto es una de las experiencias vitales más intensas y de mayor trascendencia para las mujeres que son madres; sin embargo, y en función de las circunstancias en las que se produzca, puede resultar tanto una experiencia satisfactoria y empoderante, como una experiencia altamente traumática con importantes repercusiones en la confianza y el estado psíquico de la nueva madre, lo que a su vez puede repercutir en la calidad de la relación que establezca con su bebé (Olza, Leahy-Warren, Benyamini, Kazmierczak, Karlsdottir, Spyridou et al, 2018) (31). Se ha analizado la vivencia del parto en mujeres de culturas muy diversas, y se ha comprobado que muchas de las experiencias que acompaña tienen un carácter universal. Cuando los partos transcurren de manera favorable y son respetados, suelen acompañarse de experiencias de amor, vínculo interpersonal e incluso místicas que a menudo lo acompañan (Callister, Semenic y Foster, 1999) (32).
El parto es un momento neurohormonal irrepetible en otras condiciones e irreplicable a nivel bioquímico, en el cual entran en juego diversas cascadas hormonales (algunas no del todo dilucidadas todavía), entre las que destaca la oxitocina. En el parto fisiológico, durante el trabajo de parto, el cerebro maternal segrega oxitocina de manera natural; esta hormona, por una parte, induce las contracciones uterinas del parto, y, por otra, favorece un estado mental peculiar en la madre (denominado por algunas autoras como “estado alterado de conciencia del parto”) que favorece que ésta lo viva como una experiencia de especial conexión y vivencias amorosas hacia su bebé (Olza I, Uvnas-Moberg K, Ekström-Bergström A, Leahy-Warren P, Karlsdottir SI, Nieuwenhuijze M, Villarmea S, Hadjigeorgiou E, Kazmierczak M, Spyridou A, Buckley S., 2020) (33). Además, durante el parto, el cerebro de la mujer también segrega endorfinas, que favorecen la vivencia de esta experiencia de una forma relajada y placentera. En el momento del expulsivo, se produce el denominado “reflejo de eyección fetal”, debido a una liberación masiva de catecolaminas, que inducen las contracciones uterinas de expulsión del bebé. Toda esta cascada hormonal que se produce en el parto fisiológico favorece la correcta evolución del mismo y que la experiencia que lo acompañe sea satisfactoria para la mujer, reduciendo el dolor, el miedo y el estrés durante el mismo. Sin embargo, la interferencia en la misma, ya sea por la existencia de un estrés materno elevado, que conlleva la liberación de hormonas del estrés (corticoides), como por la implementación de oxitocina sintética, va a alterar estas vías hormonales y puede impactar negativamente en la evolución del parto y las experiencias vividas durante el mismo.
En definitiva, el parto es un momento de máxima conexión de la mujer con su cuerpo, que implica dolor, vulnerabilidad, temor, incertidumbre y deseo, en el que la capacidad para estar presente en el momento se hace fundamental.
Regulación emocional y Mindfulness en el parto
La práctica de Mindfulness busca que las personas presten atención a su experiencia interna, es decir, a aquello que están sintiendo física o mentalmente en el momento presente, y también a la experiencia externa, momento a momento, sin intentar cambiarlas, con aceptación y apertura. De este modo, la práctica constante de Mindfulness durante el embarazo puede permitir a las mujeres atender y observar las distintas sensaciones que van apareciendo en su cuerpo durante el periodo prodrómico del parto y que lo anteceden y avisan. Esta identificación puede ayudar a las mujeres a los preparativos que anteceden al parto y vivir con calma esos momentos previos en los que se hace necesaria la toma de decisiones, como puede ser el decidir acudir a un hospital, en el caso de haber optado por la atención hospitalaria de su parto; o pedir ayuda para el cuidado de otros hijos mayores durante el mismo, en el caso de haberlos.
Además, la capacidad de aceptación de la experiencia presente puede ser un método que facilite transitar por el parto sin recurrir a la anestesia epidural u otro tipo de analgesia, ya que facilita la aceptación de las contracciones que se están experimentando sin anticipar la posibilidad de que el dolor pueda aumentar o empeorar. De este modo, la parturienta puede encontrar un mayor espacio de libertad a la hora de decidir el tipo de parto que desea.
En concreto, el empleo de las técnicas de Mindfulness basadas en la atención plena y la respiración durante el trabajo de parto están ampliamente extendidas y son uno de los focos frecuentes de la educación que se realiza en los grupos de preparación al parto para embarazadas en los centros sanitarios.
La práctica de la atención plena durante el parto ayuda a las mujeres parturientas estar presentes en el aquí y el ahora, retirando la atención de miedos y preocupaciones sobreañadidas que conllevan un mayor grado de sufrimiento. Además, la atención plena en el aquí y el ahora en los partos prolongados permite a las madres reservar las energías para el momento del expulsivo, sin el desgaste emocional que supone la expectación proyectada al futuro. La vivencia del momento presente puede ayudar a que no se desencadenen las respuestas al estrés, denominadas respuestas “de lucha y huida”. Estas respuestas están mediadas por el sistema simpático, que implica la liberación de la cascada hormonal mediada por el cortisol y la adrenalina, que interfieren con la liberación de la oxitocina endógena y las endorfinas maternas, repercutiendo negativamente en la evolución del parto, y que además se asocian a vivencias de dolor y malestar.
Las respiraciones profundas y a un ritmo contante favorecen la relajación materna, así como la oxigenación fetal, durante el trabajo de parto. Los patrones de respiración son útiles para manejar estados emocionales de ansiedad o miedo y, especialmente durante el parto, favorecen la calma y la relajación en la madre. Por ello, se recomienda, al principio y al final de cada contracción, tomar una respiración profunda, que ayuda a relajar a la madre y favorece la oxigenación del feto. La práctica de patrones conscientes de respiración en el parto tiene múltiples beneficios: Favorece el bienestar maternal y su respuesta positiva ante las contracciones, amortiguando la experiencia dolorosa de las mismas; provee de una sensación de mayor tranquilidad y control; permite una mayor conexión y toma de conciencia de las contracciones uterinas, favoreciendo la sincronización con las mismas de los pujos voluntarios y haciéndolas más efectivas; y favorece la oxigenación correcta de la madre y el bebé.
Mindfulness y la atención sanitaria al parto
La práctica de Mindfulness en paritorio no sólo es una herramienta útil para las mujeres parturientas, sino que se trata de una forma de regulación emocional que también pueden ser de gran utilidad para los profesionales sanitarios que atienden los partos. La relación con la mujer parturienta requiere una elevada disponibilidad emocional y un trabajo en equipo que supone tanto labores de acompañamiento, apoyo y soporte físico a la mujer, como ser capaz de contenerse y regularse en situaciones de riesgo y estrés elevado. La dimensión psicológica de la matronería y el trabajo obstétrico a menudo no se tiene en cuenta por parte del sistema sanitario, y el elevado coste emocional de estas profesiones hace que quienes las desarrollan presenten con elevada frecuencia síndrome de Burnout o trauma secundario.
El síndrome de Burnout, definido por Maslach (1982), se caracteriza por “un agotamiento emocional en el que el profesional ya no tiene ningún sentimiento positivo, simpatía o respeto hacia los pacientes o clientes” (34). Esta circunstancia ha recibido diferentes denominaciones en la literatura científica, como son el “síndrome de desgaste profesional”, el “síndrome de desgaste ocupacional” o el “síndrome de estar quemado”. Ante la ineficacia de otros abordajes terapéuticos, se ha demostrado que este tipo especial de fatiga puede ser tanto prevenido como revertido satisfactoriamente mediante los programas de reducción de estrés basados en Mindfulness. Por ello, en la actualidad, en los programas formativos de médicos y personal sanitario se incluye ya el empleo de técnicas de Mindfulness en la prevención del síndrome burnout. La toma de conciencia del momento presente y la actuación mediante la calma, que abre la opción a elegir una respuesta, en lugar de reaccionar automáticamente a los estímulos, permite a los profesionales sanitarios realizar una toma de decisiones conscientes, y no actuar movidos por el miedo; ofreciendo a sus pacientes, además, una mayor seguridad y contención emocional. El empleo de técnicas de Mindfulness en entornos sanitarios con elevada carga estresora ha demostrado múltiples beneficios en los profesionales que lo practican y en sus pacientes, mejorando la asistencia, y su práctica diaria en medios asistenciales se ha generalizado en nuestro país desde la irrupción de la pandemia de COVID-19 (Behan, C., 2020) (35).
El cuidado y autocuidado de las y los profesionales sanitarios que trabajan en la atención al parto es fundamental para el buen desarrollo del mismo. El estrés, tanto en las parturientas como en los profesionales que la atienden, interfiere de forma negativa en la evolución del parto. En este sentido, la implementación de Mindfulness en el paritorio puede suponer una mejoría en la calidad asistencial.
La lactancia materna es el proceso por el que la madre alimenta a su bebé a través de las glándulas mamarias de sus senos, que comienzan a segregar leche tras el parto, y en relación a una regulación neuroendocrina específica. En las últimas décadas, desde diversas disciplinas de las Neurociencias se han realizado múltiples estudios para dilucidar las bases neurobiológicas implicadas en los procesos que subyacen a la interacción que se establece en la diada madre-bebé, que resultaría semejante a la de otros animales del orden de los mamíferos. De este modo, se han demostrado los beneficios incomparables de la lactancia materna (OMS, 2012) y del contacto precoz piel con piel del recién nacido con su madre desde el momento del nacimiento para el correcto desarrollo psicofísico del bebé y el bienestar mental de la madre (Marín, Llana, López, Fernández, Romero y Touza, 2010) (36,37).
Según recoge la Asociación Española de Pediatría (AEPED),
“La leche materna es el mejor alimento para el lactante durante los primeros meses de vida. Cubre las necesidades nutricionales para su adecuado crecimiento y desarrollo físico y desde el punto de vista emocional le asegura el establecimiento de un buen vínculo madre-hijo y una adecuada relación de apego seguro con su madre, ambos esenciales para un correcto desarrollo como persona independiente y segura. Por todo ello la lactancia materna es considerada el método de referencia para la alimentación y crianza del lactante y el niño pequeño. La superioridad de la leche materna sobre cualquier otro alimento (leche de fórmula artificial) para la nutrición y desarrollo del bebé durante los primeros meses de vida ha quedado bien demostrada en numerosos estudios científicos, que señalan un mayor riesgo de numerosos problemas de salud en los niños no alimentados con leche materna, entre los que cabe resaltar un mayor riesgo de muerte súbita del lactante y de muerte durante el primer año de vida, así como de padecer infecciones gastrointestinales, respiratorias y urinarias y de que estas sean más graves y ocasionen ingresos hospitalarios. A largo plazo los niños no amamantados padecen con más frecuencia dermatitis atópica, alergia, asma, enfermedad celíaca, enfermedad inflamatoria intestinal, obesidad, Diabetes Mellitus, esclerosis múltiple y cáncer. Las niñas no amamantadas tienen mayor riesgo de cáncer de mama en la edad adulta. Los lactantes no alimentados al pecho presentan peores resultados en los test de inteligencia y tienen un riesgo más elevado de padecer hiperactividad, ansiedad y depresión, así como de sufrir maltrato infantil. Por otro lado, en las madres aumenta el riesgo de padecer hemorragia postparto, fractura de columna y de cadera en la edad postmenopáusica, cáncer de ovario, cáncer de útero, artritis reumatoide, enfermedad cardiovascular, hipertensión, ansiedad y depresión.
La madre que amamanta protege el medio ambiente al disminuir el consumo de electricidad y agua, así como la generación de diversos contaminantes ambientales que se producen durante la fabricación, el transporte y la distribución de los sucedáneos de la leche materna y de los utensilios utilizados para su administración.” (38)
La constatación de todos estos beneficios ha activado, en los últimos años, una importante labor educativa por parte de los profesionales sanitarios para concienciar a la población general del valor de la lactancia materna, que en las décadas de los 70 y 80 había quedado relegada por la supremacía de las leches artificiales, promocionadas por medio de las industrias farmacéuticas. Sin embargo, la puesta en práctica de la lactancia materna puede acompañarse de algunas dificultades físicas, fisiológicas, emocionales, mentales, e incluso sociales y económicas, para las madres, que no debemos desestimar, y en las cuales se hace necesario acompañar a las mujeres para que, si deciden optar por la lactancia materna, esta experiencia resulte para ellas positiva.
Los beneficios de Mindfulness durante la lactancia materna
Un estudio, publicado en la revista The American Journal of Clinical Nutrition, que analiza los efectos de la relajación en madres lactantes, refuerza la teoría de que la reducción del estrés maternal ayuda en la producción de leche (Mohd Shukri NH, Wells J, Eaton S, Mukhtar F, Petelin A, Jenko-Pražnikar Z, Fewtrell M., 2019) (39). Así, el estudio mide el impacto que las terapéuticas de relajación tienen en el estado psicológico maternal, los niveles de hormonas corticoideas en la leche maternal, el volumen de producción de leche y la conducta y el crecimiento de los bebés, en madres saludables con partos a término normales, bebés saludables y alimentación con lactancia materna exclusiva. A nivel metodológico, el estudio se realizó mediante comparación de dos grupos; uno experimental, que recibió la terapia de relajación, y otro de control. Ambos grupos recibieron apoyo a la lactancia mediante el ofrecimiento de folletos informativos, grupos de apoyo a la lactancia y asesoría de lactancia materna.
Si bien la terapia de relajación empleada no se trataba de una intervención Mindfulness, sí empleaba algunas de sus técnicas, haciendo hincapié en el trabajo de la respiración profunda, e incluyendo una grabación de audio que alentaba con mensajes positivos de amabilidad bondadosa, empatía y amor incondicional para reforzar el vínculo maternofilial y la lactancia materna. Esta grabación debía ser escuchada a diario mientas las madres daban la lactancia materna o se extraían leche, durante un periodo de tiempo de al menos dos semanas.
Al finalizar el estudio, se comprobó que el grupo experimental que había recibido la intervención de relajación mostraba puntuaciones de ansiedad y estrés significativamente más bajas que el grupo del control, además de una mayor ingesta de leche por parte de los bebés (un aumento del 59%), en comparación del aumento de la ingesta de los bebés del grupo control (39%), cuyas madres únicamente habían recibido apoyo para la lactancia, pero no técnicas de relajación. El sueño de los bebés del grupo experimental también era significativamente mejor, ya que de media dormían 89 minutos más al día que los bebés del grupo control. Además, los niveles de cortisol de la leche materna del grupo experimental eran menores.
Los resultados de este estudio señalan los abundantes beneficios de reducir el estrés de las madres lactantes mediante la implementación de técnicas de relajación, ya que el empleo de esta terapia influyó favorablemente en las conductas de las madres y de sus bebés, favoreciendo el bienestar mental maternal y un mejor crecimiento y descanso de sus bebés.
Las intervenciones basadas en Mindfulness podrían por tanto ayudar específicamente a mejorar el estado emocional de las madres lactantes, que se encuentran atravesando un periodo vital estresante que a menudo se acompaña de sintomatología ansiosa y depresiva, vivencias de angustia, sobrecarga, fatiga y descontrol. La relajación ayudaría a estas madres a aceptar las emociones negativas y potenciar las positivas, así como a afianzar un vínculo seguro con sus bebés, contribuyendo también a aumentar el porcentaje y la duración de la lactancia materna de las madres lactantes que la practican.
Desde la definición obstétrica, el puerperio es el tiempo que pasa desde la expulsión de la placenta o alumbramiento hasta que el aparato genital femenino vuelve al estado anterior al embarazo. Suele durar entre seis y ocho semanas, es decir, alrededor de unos 40 días (de ahí la clásica concepción de “la cuarentena”). Sin embargo, desde un punto de vista psicológico, la duración del puerperio, o periodo postparto, es muy superior, y variable en función de las consideraciones que hacen los distintos autores, si bien por lo general se acepta que en el primer año tras el parto es más frecuente que las mujeres presenten psicopatología específica postnatal.
Según datos epidemiológicos, hasta el 60% de las mujeres experimentan el denominado “maternity blues”, un estado de ánimo caracterizado por la tristeza y los sentimientos de culpa, minusvalía o incapacidad que acontece en las semanas posteriores al parto dentro del proceso de transición que vive una mujer en el proceso de la maternidad (Nagata et al, 2000) (40). Cuando estos síntomas se mantienen en el tiempo o tienen una repercusión vital importante, podemos encontrarnos ante un cuadro de mayor gravedad, o depresión postparto. La depresión postparto puede cursar con hostilidad y sentimientos de desvinculación hacia el niño, e incluso ideación autolítica, llegando a configurar una psicosis cuando presenta ideas delirantes, alucinaciones, desorganización conductual, o ánimo inusualmente exaltado o disfórico (Bezares y Sanz, 2009) (41). En ambos casos, hablamos de cuadros clínicos que generan un importante sufrimiento en la madre y en su criatura, y que pueden tener consecuencias negativas muy dolorosas en la vinculación entre ambos.
Clásicamente, se ha atribuido el origen de estos síntomas a los cambios hormonales asociados al parto y la instauración de la lactancia. Sin embargo, en la actualidad, se conoce que la lactancia materna y el contacto piel con piel precoz entre la madre y su bebé son factores protectores frente a los mismos (Dennis y McQueen, 2009) (42) (Rivara, Rivara, Cabrejos, Quiñones, Ruiz, Miñano et al, 2007) (43). Además, recientemente se ha producido un importante aumento de la prevalencia (hasta el 10%) de cuadros ansiosos y depresivos en varones que practican una paternidad implicada (mal llamados por algunos autores “depresiones paternales”); sin que, evidentemente, estos padres hayan experimentado los cambios biológicos y hormonales que supone un puerperio (Paulson y Bazemore, 2010) (44). Este incremento de estados emocionales negativos y cuadros afectivos en varones corresponsabilizados en la crianza apoyarían a la contribución que el estrés psicológico y social tienen en el origen de los mismo. Por último, conviene mencionar que en los foros científicos cada vez se está otorgando una mayor relevancia al posible componente traumático asociado a la experiencia del parto. La vivencia de un parto traumático, o muy alejado de las expectativas que las mujeres habían desarrollado durante su embarazo, influye negativamente en su experiencia de la primera crianza, su autoconcepto como madres e incluso su vinculación con sus bebés. Esta situación se produce con cierta frecuencia en el contexto de la violencia obstétrica, o el ejercicio durante el parto de prácticas obstétricas no deseadas por la mujer, que la infantilizan o no tienen en cuenta su voluntad, y que tienen su origen en una violencia estructural e institucionalizada del sistema patriarcal (Olza, 2018) (45).
Regulación emocional en el puerperio
Tal y como se refleja en los estudios mencionados previamente, la práctica continuada de Mindfulness desde el embarazo y tras el parto parece prevenir significativamente la aparición de depresión postparto en las mujeres. Por ello, la incentivación del desarrollo de la atención plena durante el embarazo supone beneficios a corto, medio y largo plazo, pues podría ayudar a mantener un buen estado afectivo tras el parto y durante la primera crianza.
Hasta ahora, hemos centrado la revisión de este trabajo en la madre y los beneficios que la regulación emocional le puede aportar en su propia crianza y en la vinculación con sus hijos e hijas. Dada la biología de la maternidad, existe una primera implicación materna, y unas características específicas de la maternidad que no debemos ignorar. No obstante, las características socioculturales de nuestro entorno han tendido a mantener esta primera figura de cuidado maternal como la única y prioritaria a lo largo de toda la crianza.
Progresivamente, con los cambios acontecidos en las estructuras sociales culturales, se está produciendo, también, cambios radicales en las relaciones entre hombres y mujeres y una progresiva equiparación en los roles públicos y privados; aunque esta igualdad todavía está lejos de ser efectiva, sobre todo, en los roles privados. No obstante, los esfuerzos por corresponsabilizar a los hombres de los cuidados y favorecer la paternidad implicada han comenzado ya a aparecer en el ámbito de lo político (con la extensión de los permisos de paternidad y su equiparación a los de maternidad, aunque también esta circunstancia ha generado polémicas), y muchos padres son ya, y cada vez más, figuras fundamentales de apego y cuidado para sus hijos.
Las prácticas de regulación emocional y las técnicas de Mindfulness también pueden tener grandes beneficios para los padres en su ejercicio de la paternidad y la crianza, incluso, en las etapas que biológicamente corresponden a la madre. Por ejemplo, para muchos padres no resulta fácil presenciar los partos de las madres, y estar disponibles emocionalmente para ellas en esos momentos. Practicar la atención plena puede ayudarles a vivirlo con mayor calma y poder proporcionarles un mejor apoyo. Del mismo modo, la práctica conjunta de la meditación durante el embarazo puede ayudar a la conexión de la pareja, y fomentar el vínculo entre el futuro padre y el bebé que está siendo gestado. Posteriormente, durante la crianza, los beneficios en la regulación emocional del padre y su función como regulador, a su vez, de los hijos, es equiparable al de la madre.
Las necesidades físicas, psicológicas y sociales de los niños y los adolescentes difieren cualitativamente de las de los adultos. Estas diferencias también son aplicables a su emocionalidad y a las necesidades específicas de regulación, para la cual necesitan la colaboración de sus cuidadores y sus figuras de referencia en aras de ser capaces, progresivamente, de pasar de una regulación emocional y una organización de sentimientos externas, a una adecuada autorregulación y gestión emocional.
La pandemia desencadenada a nivel mundial por el coronavirus COVID-19 ha puesto de manifiesto, de manera global, el funcionamiento adultocéntrico de nuestras sociedades. La desigualdad en las relaciones sociales establecidas entre los adultos y los menores de edad, por las cuáles a estos últimos se les priva, a menudo, del reconocimiento de sus necesidades específicas, ha quedado de manifiesto en la incapacidad de los gobiernos para ajustar las necesarias medidas de salud pública a los requerimientos de los niños y los adolescentes. Aludiendo a la capacidad de adaptación de los menores, y su resiliencia, se ha optado por ignorar y negar muchas de sus necesidades fundamentales para su correcto desarrollo, como son las necesidades de relación, las necesidades de juego al aire libre, o, incluso, las necesidades de cuidado, en situaciones en las que no se ha facilitado, o incluso se ha impedido, que los padres y las madres pudieran hacerse cargo de sus hijos, cuando las escuelas presenciales estaban cerradas.
La autorregulación es la capacidad de los individuos para modificar su conducta en virtud de las demandas de situaciones específicas (J. Bates, J., M. Rothbart, M. K., 1989) (46). El desarrollo de la regulación emocional es una de las tareas fundamentales en el aprendizaje del ser humano, dadas las implicaciones tan importantes que tiene a nivel social. La regulación emocional conlleva un esfuerzo bidireccional entre el individuo y su entorno social a lo largo de toda su vida, y en general, se considera que es el resultado de una interacción constante y consistente entre el niño o niña y sus figuras cuidadoras.
La construcción de la visión que un sujeto tiene de sí mismo se organiza alrededor de los esquemas emocionales que se configuran en la relación de apego con la figura de apego primordial. Ya en el momento del nacimiento, los bebés nacen con sistemas emocionales que, sin embargo, no son capaces de regular por sí mismos, ya que requieren para ello la ayuda de sus cuidadores. Es, precisamente, en la conexión afectiva con un cuidador donde se producen estas primeras regulaciones emocionales. Progresivamente, la organización de los esquemas emocionales del niño en la relación le permitirán ir desarrollando su autorregulación, asociando las experiencias intersubjetivas con sus propias reacciones emocionales automáticas. Además, en el proceso de crecimiento, el desarrollo neurofisiológico de sus capacidades cognitivas, como son la atención, la adquisición del lenguaje o el desarrollo de la reflexión, le ayudarán también en la autorregulación emocional. Este proceso de regulación emocional resulta necesario para lograr un adecuado control conductual y desempeñarse en el ámbito personal e interpersonal.
La regulación emocional se basa en la articulación de diversas habilidades que pasan por la introspección y toma de conciencia de las propias experiencias, la capacidad reflexiva sobre las mismas, los mecanismos de afrontamiento y la capacidad de tolerar la experiencia de la propia paleta emocional. Así, resulta necesaria, en primer lugar, la toma de conciencia de la emoción que se está experimentando. Se trata de un proceso en el cual se reconecta con las sensaciones físicas y los estados mentales que estamos experimentando en un momento específico y que asociamos con la emoción que predomina en nosotros en ese momento. En este momento, resulta recomendable pararse a revisar todas estas experiencias y tratar de describirlas con palabras, ya que ponerle nombre a la emoción es el primer paso para poder hacerse cargo de la misma.
A continuación, es recomendable analizar la expresión de la emoción; esto es, el abanico de conductas que desplegamos cuando sentimos una determinada emoción. Relacionar nuestras emociones con las conductas que las acompañan nos puede ayudar a entender los mecanismos de afrontamiento que tendemos a utilizar, y, también, a ser conscientes de los mismos y poder actuar de forma diferente en las siguientes ocasiones. Por ejemplo, si detectamos que cuando estamos tristes nos encerramos en nosotros mismos y no permitimos que nadie sea partícipe de nuestro malestar, podemos intentar cambiar este modo de actuar, y decidir compartir cómo nos sentimos y por qué nos estamos sintiendo así con alguna persona de nuestra confianza. O, si ante el enfado, nuestro hijo presenta rabietas en las cuales golpea objetos o se pone agresivo de alguna manera, podemos ayudarle a entender que puede sentir ese enfado, pero que no debe recurrir a la violencia cuando lo siente.
Por último, están las habilidades relacionadas con la propia regulación en el momento de intensidad emocional y que se refieren a la capacidad de tolerar la emoción y permitir que ésta esté presente, sin amplificarla, hasta que vaya cediendo progresivamente.
Como ya se explicó anteriormente en este texto, la práctica de Mindfulness, o atención plena, favorece el desarrollo de las habilidades que intervienen en la regulación emocional. Por una parte, centrar el foco en el aquí y el ahora permite traerse a la experiencia presente y ser consciente de lo que se está experimentando para tomar conciencia. Esta parada permite desacoplar reacciones automáticas de los estados emocionales que se experimentan, de tal modo que se introduce un espacio que permite el cambio al dar lugar a una respuesta consciente. Finalmente, la práctica habitual de la atención plena permite comprobar que todo fluye y que ninguna sensación o emoción es inmutable en el cuerpo, lo permite ampliar el umbral de tolerancia a las experiencias desagradables. Así, la enseñanza de Mindfulness a los niños desde la primera infancia podría aportarles herramientas de gran utilidad en la gestión de su emocionalidad a lo largo de toda su vida, y sería una estrategia preventiva de primer nivel en el ámbito de la Salud Mental.
Según la Real Academia Española, la adolescencia es el “período de la vida humana que sigue a la niñez y precede a la juventud”. La Organización Mundial de la Salud (OMS), acota este periodo, comprendido entre la niñez y la edad adulta, entre los 10 y los 19 años. Sin embargo, si atendemos su raíz etimológica, el término procede del verbo latino “adolescere", “a” (hacia) y “dolescere” (crecer, nutrir); por lo que el adolescente, en participio presente que es activo, sería aquel que está creciendo (OMS, 19) (47).
Por sus características particulares, la adolescencia supone una etapa de especial sensibilidad en el desarrollo de la persona, en la que la estructura de personalidad apuntalada durante la infancia mediante los procesos de apego a las principales figuras de cuidado, unida a los procesos de maduración biológica, a las experiencias biográficas, las oportunidades y los requerimientos sociales y culturales, concurren en un tránsito complejo que desembocará en la persona adulta. Sin embargo, ninguna otra etapa en la vida del ser humano es tan cuestionada, denostada e incluso negada como lo es la adolescencia.
Las y los adolescentes son considerados a menudo como personas irracionales, inestables, incluso “incompletas”; prueba de lo cual es la expresión popular, alejada de la verdadera etimología, que asegura que “el adolescente es aquel que adolece”. Se resalta, por tanto, el aspecto negativo de falta, de carencia, en lugar del potencial de desarrollo y de oportunidad que trae consigo dicho periodo de crecimiento, cambio y maduración por la que toda persona debe transitar para alcanzar su identidad adulta. Algunos autores, incluso, rechazan la existencia de esta etapa, alegando que se trata únicamente de un constructo cultural determinado por el trato social que se da a las personas que dejan atrás la infancia. Ciertamente, las definiciones que involucran al ser humano, -y, sobre todo, de lo que significa “ser humano”- requieren de sus contextos socioculturales, puesto que éstos modulan las conductas, los comportamientos e incluso la velocidad de desarrollo y maduración de las personas. No obstante, negar la existencia de la adolescencia supone negar las profundas experiencias de transformación y transición de la infancia a la edad adulta, tanto en su vertiente biológica como psicológica y social.
La minimización de la importancia de la adolescencia, y las alusiones despectivas a la misma, profundamente asentadas en nuestra cultura, muestra, una vez más, el carácter adultocéntrico de las sociedades occidentales y su tendencia a reducir la infancia y la adolescencia como meros estados previos a la edad adulta (la de autonomía y producción), sin considerar que, en términos de desarrollo, son las etapas fundamentales de la persona, puesto que un adulto sólo llegará a ser en función de lo que permitamos al niño que sea. Esto supone que, todos los hitos que no se consigan durante la infancia y la adolescencia (a nivel académico, social, identitario, y de emocionalidad), será difícil alcanzarlos con posterioridad.
La adolescencia es una etapa crucial de la vida, en la que confluyen multitud de estresores de todos los ámbitos: Biológicos (pubertad), psicológicos (búsqueda de identidad) y social (desarrollo de nuevos roles con ganancia de autonomía y de responsabilidad interpersonal). Supone un periodo de preparación a la edad adulta en la que no sólo se produce la maduración física y sexual, sino que es la etapa vital en la cual se desarrolla su autonomía, se consolidan sus principales aspectos identitarios y se comienzan a adquirir los roles adultos.
En la adolescencia, son frecuentes los cambios emocionales abruptos e incluso lo que se ha denominado la “depresión adolescente”. En estos cambios emocionales influyen aspectos físicos y fisiológicos (cambios hormonales y cerebrales), pero también, y, sobre todo, cambios psicológicos, respecto al concepto de uno mismo, las expectativas y los deseos, y cambios sociales, con adquisición de nuevos roles. En este proceso de maduración, contar con herramientas adecuadas de gestión emocional puede ser un pilar de ayuda inestimable para la salud mental de las y los adolescentes.
Los adolescentes pueden a menudo verse muy repercutidos por las expectativas propias y ajenas; y, además, se encuentran inmersos en un rico mundo emocional en el que están descubriendo nuevas experiencias y sus emociones asociadas, que vivencia con gran intensidad. La práctica de Mindfulness les puede ayudar a tomar conciencia de sus propios estados emocionales y fomentar una toma de decisiones calmada y reflexiva, suponiendo un freno para la impulsividad adolescente.
Durante el confinamiento estricto decretado en España en marzo de 2020, las niñas y los niños de nuestro país vieron afectada su vida diaria, sus rutinas y sus hábitos de una forma radical. A pesar de que la evidencia científica ha mostrado que la enfermedad por COVID-19 suele presentarse en menores de edad únicamente como formas leves o asintomáticas, debido al desconocimiento inicial del virus y a la mayor susceptibilidad que las niñas y los niños suelen tener frente a las infecciones respiratorias, se tomaron medidas drásticas frente a la infancia y la adolescencia.
En primer lugar, se produjo el cierre de las escuelas y de la educación presencial, haciendo una rápida adaptación hacia la educación online para la que ni las escuelas ni las familias estaban, en muchas ocasiones, preparadas. El cierre de las escuelas se prolongó hasta septiembre de 2020, cuando se inició el siguiente curso; no obstante, los adolescentes tuvieron que adaptarse a una vuelta a las clases presenciales únicamente parcial, ya que se optó por alternar la educación online con la educación presencial.
Además, los niños menores de 14 años tuvieron que cumplir con un confinamiento domiciliario mucho más estricto que el del resto de la población, ya que no tenían justificadas salidas al exterior en ninguna de las circunstancias excepcionales que sí se reconocían a partir de dicha edad, como es sacar al perro a paseos cortos o realizar la compra de productos esenciales. En este respecto, resulta significativo, a la hora de repensar la consideración social a la infancia y la sensibilidad hacia la misma, que siempre estuvo reconocida la necesidad de los perros convivientes como mascotas domésticas para salir al exterior en paseos breves para realizar ejercicio físico que, sin embargo, no se reconoció a los menores de edad. Este reconocimiento no se realizó hasta la denominada “fase 0” del desconfinamiento, ni siquiera a la primera infancia, en una etapa crítica a nivel vital en pleno desarrollo de su psicomotricidad, a pesar de que muchos menores de edad vivían en pisos urbanos sin accesos exteriores privados como patios o jardines.
En una modificación posterior del Real Decreto del Estado de Alarma, sí se reconoció el derecho a niños con diagnóstico de TEA o de alteraciones graves de la conducta a salir a la calle en forma de paseo terapéutico; no obstante, muchos de ellos sufrieron lo que se llamó “la persecución de los balcones”, puesto que recibían insultos e increpaciones de vecinos desde las ventanas (Boletín Oficial del Estado, (BOE), 2020) (48). Por este motivo, se pusieron en marcha algunas polémicas iniciativas en las redes sociales, que promovían que las familias que sacaran a estos menores con necesidades especiales les pusieran un brazalete azul para explicitar la necesidad del paseo terapéutico, reconocido legislativamente, y frenar de ese modo las increpaciones por parte de los vecinos.
De este modo, los niños se encontraron encerrados en sus casas, con padres y madres que teletrabajaban, sin posibilidad de socialización con pares, sin poder realizar ejercicio físico en el exterior (excepto aquellos que tenían jardines particulares), con clases digitales… y sin nadie que pudiera monitorizar lo que estaba sucediendo en sus hogares.
Por otro lado, debemos tener en cuenta que el malestar anímico parental suscitado en relación a la pandemia, el deterioro económico de las familias, la precariedad laboral y el aislamiento familiar y social han favorecido la eclosión de dinámicas violentas en el entorno familiar. Son numerosos los estudios que señalan el incremento de la violencia intrafamiliar desde el inicio de la pandemia y en relación al confinamiento y las cuarentenas. La mayoría de estos estudios se refieren al aumento de la violencia de género en el hogar (Ruiz-Pérez I, Pastor-Moreno G., 2020) (49). La violencia contra la infancia también parece haber aumentado, si bien los estudios de prevalencia al respecto resultan difíciles de realizar, dada la escasa voz social que tienen los niños y la frecuencia con la que estas situaciones quedan sin notificar. La OMS realiza una estimación según la cual cientos de millones de niñas y niñas en todo el mundo habrían visto comprometida su seguridad física y emocional debido al incremento del estrés parental en relación a la pandemia de COVID-19 (OMS, 2020) (50).
El hogar es el lugar donde más frecuentemente se perpetra violencia contra las niñas, niños y adolescentes. Se estima que, a nivel mundial, el 50% de los menores de edad, ha sufrido violencia en el hogar. Los agresores a la infancia en los hogares suelen ser los familiares o cuidadores cercanos, si bien el uso asiduo de las nuevas tecnologías en el hogar por parte de las y los menores durante el confinamiento ha abierto las puertas a agresores desconocidos que ejercen sobre ellos conductas de ciberacoso. No obstante, las figuras que más frecuentemente agreden a las y los menores de edad en sus hogares siguen siendo sus padres y madres (UNICEF, 2021) (51).
Se han descrito una serie de factores de riesgo de que padres y madres maltraten, o traten de forma violenta, a sus hijos e hijas. Muchos de ellos tienen relación con la propia regulación emocional de los padres y sus formas relacionales. Así, se ha visto que los padres que muestran conductas violentas hacia sus hijos e hijas a menudo tienen una baja tolerancia a la frustración, que hacen que respondan con conductas violentas ante las decepciones cotidianas. También es frecuente que no confíen en sus propias capacidades como padres o madres y se sientan inseguros en sus roles, y muchas veces se identifican dificultades en algunas de las capacidades parentales. Por otro lado, se conoce que los padres y las madres maltratadores suelen tener expectativas exageradas sobres sus hijos e hijas, y a menudo interpretan las conductas de sus hijos como altamente estresante, respondiendo ante las mismas de una manera desregulada a nivel emocional. Además, existe evidencia que señala que el aislamiento familiar y la falta de una red social de soporte y apoyo favorece la violencia contra los hijos e hijas.
La situación actual de pandemia, que ha supuesto la precarización económica de muchas familias, con pérdida de capacidad adquisitiva, incertidumbre laboral y aislamiento social, ha propiciado la aparición de malestar emocional entre muchos padres y madres, que, además, sufren de “Burn-out parental”, tras más de un año sometidos a un estrés desmedido frente a una conciliación prácticamente imposible con las circunstancias actuales de confinamientos y cuarentenas intermitentes en las cuales los menores de edad no pueden acudir a sus escuelas, y su teletrabajo y precariedad laboral. Este malestar emocional parental influye en sus relaciones con los hijos, y tiene un importante impacto a nivel familiar, aumentando la violencia en los hogares y la expresión inadecuada de emociones negativas.
Este impacto se traduce, en términos de salud mental, en el aumento de la incidencia y la prevalencia de un amplio abanico de trastornos, como son la ansiedad, la depresión, el estrés postraumático o el trastorno por uso de sustancias. Coincidiendo temporalmente con la emergencia de la pandemia de COVID-19, y en probable relación con todos los factores socioeconómicos previamente citados y el deterioro emocional de las familias, se ha producido un importante incremento de la demanda de la asistencia en la red pública de Salud Mental Infanto-Juvenil. En el caso de la Comunidad de Madrid, este aumento abrupto de la demanda se ha traducido en amplias demoras en las esperas para ser atendidos en las consultas de psiquiatría y psicología, y en el colapso de las unidades de hospitalización breves de Psiquiatría Infanto-Juvenil, con esperas en los servicios de Urgencias por falta de disponibilidad de camas de entre 5 y 7 días de media (AMSM, 2021) (52).
Ayudar a las familias en la regulación de sus emociones puede traducirse en una mejora de su salud mental, tanto de las madres y padres, como de los hijos e hijas, y debería ser una línea de trabajo prioritaria en la salud pública, en el momento actual de estrés y sobrecarga parental. Conocemos ya que las estrategias basadas en Mindfulness son efectivas tanto en la prevención como en la reversión del síndrome de Burn-out, por lo que parece pertinente favorecer su práctica en el entorno familiar, como se ha estado extendiendo también en los entornos sanitarios, especialmente, en el contexto de la pandemia por COVID-19 (Behan, C., 2020) (35)
Como explicábamos al principio del trabajo, se debe considerar a la familia como un sistema en el que todos sus miembros están interrelacionados, de tal modo que los problemas de uno de los miembros influyen ineludiblemente en el resto. Así, el malestar emocional de las madres y los padres, y sus dificultades para la regulación emocional, va a condicionar el desarrollo de las habilidades de regulación emocional de sus hijos. Potenciar las habilidades parentales de madres y padres, así como un estilo educacional de parentalidad positiva, especialmente, en la primera infancia, es una medida de salud pública que podría tener un amplio impacto protector en el desarrollo psicoemocional de las niñas y los niños. A este respecto, se publicó en el Boletín Oficial del Estado (BOE), la “Guía para el desarrollo de talleres presenciales grupales” del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, y denominada “Parentalidad Positiva: Ganar Salud y Bienestar de 0-3 Años” (Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, 2000) (53).
La regulación emocional en el ser humano es una habilidad necesaria para el correcto desempeño social, así como para llevar una vida satisfactoria. Las bases de la misma se establecen desde la primera infancia en el seno de las relaciones de apego con las figuras de cuidado, de tal modo que las capacidades de los cuidadores de regulación y autorregulación emocional van a condicionar, en buena medida, el aprendizaje y la adquisición de dichas capacidades en los infantes. Por ello, resulta prioritario establecer programas de asistencia y ayuda a las familias, que son las principales unidades sociales de crianza, en aras de fomentar una mejor salud emocional familiar, que redundaría en una mejor salud emocional a nivel poblacional. La práctica de Mindfulness aporta numerosos beneficios a la salud, contribuyendo al bienestar físico y la regulación emocional, y los programas de intervención basados en Mindfulness han demostrado ser costo-efectivos y de relativa sencillez de aplicación en centros de salud comunitarios y de atención primaria.
En las mujeres, una de las etapas vitales en las que el impacto en beneficios de estas intervenciones puede ser mayor es la perinatal, incluyendo en ella los procesos de embarazo, parto, puerperio y primera crianza. Este proceso de convertirse en madre supone una serie de cambios físicos, psicológicos y sociales que conllevan, también, estados emocionales complejos que pueden devenir en psicopatología específica, como trastornos de ansiedad o depresión postparto. El malestar emocional de la madre, además de generar en ella sufrimiento, puede interferir también en el establecimiento del vínculo con su bebé y dificultarle en el desempeño de la función de regulación emocional que las figuras cuidadoras ejercen sobre las niñas y los niños. Por ello, resulta de especial relevancia, a nivel de salud pública, cuidar a las mujeres en estos procesos y contribuir a su bienestar emocional, que redunda positivamente en la diada madre-bebé. La corresponsabilización de los padres en las tareas de cuidado y de crianza también se vería beneficiada de una implementación de sus estrategias de regulación emocional.
Además de la ventana de acción del periodo de especial sensibilidad que supone la etapa perinatal, las intervenciones enfocadas al bienestar emocional en el seno de las relaciones familiares puede ser, también, una vía de actuación preventiva de problemas de salud mental. En el contexto actual de pandemia de COVID-19, hemos podido comprobar, desgraciadamente, la posición de vulnerabilidad extrema que ocupan un gran número de familias en nuestra sociedad, y el deterioro psicosocial producido en ellas por la crisis sanitaria y económica desatada por la nueva enfermedad y las medidas adoptadas para atajarla probablemente esté en estrecha relación con el incremento abrupto de la demanda de asistencia en la red pública de Salud Mental Infanto-juvenil en España.
Introducir a los niños en la educación emocional y el autocuidado, así como en regulación y gestión emocional, debería ser una prioridad de nuestros sistemas de sanidad y de educación. Pero, también, resulta necesario abordar las dificultades específicas que los padres y las madres están afrontado en nuestro sistema socioeconómico actual, dramáticamente agravadas por la situación de pandemia, y potenciar las capacidades parentales y estilos positivos de crianza, además de facilitar estrategias adecuadas de gestión emocional para que se vean a sí mismos como madres y padres capaces de ayudar a sus niños, niñas y adolescentes a cuidarse emocionalmente. Sin lugar a dudas, buena parte de estas problemáticas y necesidades trascienden los objetivos y las labores de las consultas sanitarias, puesto que guardan relación con deficiencias estructurales de nuestra organización social cuya resolución pasa por el orden de lo político. No obstante, la pandemia de COVID-19 nos ha devuelto a la importancia de las redes familiares y sociales de cuidado y nos ha recordado la importancia de la salud pública y de las medidas sanitarias preventivas. Por ello, realizar una adecuada prevención y promoción de la buena salud emocional y mental en el ámbito comunitario, ayudando al bienestar de las familias, las madres y padres, las niñas, niños y adolescentes, se presenta, ahora más que nunca, como un objetivo prioritario e inaplazable.